Sebastián Sabater no es un vecino más de Río Hondo.
Autodidacta, empezó a coleccionar fragmentos de cerámicas que encontraba en el
río Dulce. Fascinado con las culturas originarias, también descubrió una nueva
pasión
Arrumbado en el
piso superior de un teatro, oculto y apenas iluminado por unos tubos
fluorescentes, el Museo Arqueológico “Rincón de Atacama”, al que se accede por
una escalera, es apenas conocido por los miles de turistas que visitan las
Termas de Río Hondo, en Santiago del Estero. No está en ningún folleto
de agencias promocionales ni en los paseos típicos de la ciudad. Difícil, en
rigor, encontrarlo: en la vereda de la calle céntrica, un cartel marca una
flecha hacia el fondo, como si fuera una señal más de salida que de encuentro,
perdido entre otros anuncios coloridos de obras de teatro y espectáculos
musicales.
“Suena a que estamos escondidos, pero el que tiene
curiosidad, nos encuentra. A mí lo único que me interesa es conservar el
pasado, siento una misión con este lugar”, dice Sebastián Mario Sabater,
director del museo, de pie en la entrada. Alto, flaco, canoso, de 64 años,
Sabater parece indiferente a los movimientos del afuera. A sus costados, bajo
un silencio ceremonial, cientos de piezas milenarias reposan en las vitrinas,
vasijas grandes en exhibición, huesos aquí y allá, y banners que explican la
data histórica.
Habla largamente, con amabilidad, se coloca unos guantes de
látex e invita con seriedad y a la vez con entusiasmo pueril a dar un recorrido
breve, casi íntimo, por unos estrechos pasillos del museo. Hay olor a formol,
cuesta imaginar las noches en que por los espectáculos nocturnos del piso
inferior las piezas del museo vibran a punto de caerse. “Es el rincón que nos
dieron, no pudimos conseguir otro”, se excusa. El sopor es intenso en el
pequeño cubículo del piso superior del edifico, donde se emplaza el museo, con
25 metros de largo por 10 de ancho.
A Sabater, en el pueblo lo nombran como “un vecino inquieto
que dio lugar al nacimiento de un museo”, “un apasionado del patrimonio
arqueológico y paleontológico, creador de colecciones y narrador de increíbles
aventuras”, según algunas publicaciones locales. Son los hombres comunes y
anónimos como él, en rigor los vecinos de los pueblos, quienes suelen armar los
museos arqueológicos en sus aldeas y no son obras de científicos, de
fundaciones ni de renombrados investigadores.
Detrás de sus obsesiones, suele aparecer luego el Estado,
pero las primeras huellas dependen de esa fuerza comunitaria surgida del más
extraño desvelo. En el norte del país, en efecto, es posible encontrar un
Sabater en cada comarca de provincia: sin sus expediciones al estilo Indiana
Jones a pequeña escala, tal vez la memoria de las culturas nativas se hubieran
perdido por siempre.
Ahora ha comenzado la nueva temporada de verano en Río
Hondo, con la capacidad hotelera al tope, Sabater sonríe, mostrando su alineada
dentadura blanca. “Acabamos de hacer una enorme contribución a la ciencia.
¡Descubrimos una especie nueva”, entona en el calor del mediodía santiagueño,
mientras una ayudante lo mira a la distancia, sentada en una oficina. La
especie nueva es un Gliptodonte de casi 4 millones de años. A través de un
convenio con la Universidad del Nordeste de Corrientes y el Centro de Ecología
Aplicada de El Litoral, explica que han trabajado meses en la limpieza y
preparación del caparazón del Gliptodonte. Los fósiles del museo son los más
antiguos de la provincia, dice. Formación geológica Las Cañas, terciario
superior, Plioceno bajo.
“Estuvo muchos años en la vitrina. En una visita, un
especialista me comentó que se trataba de una nueva especie para la ciencia. Y
por suerte dentro del caparazón pudimos encontrar el cráneo completo y sacar
las placas óseas. Es un importante hallazgo desde el punto de vista científico”,
cuenta el director del museo, que en Termas ha sido también conocido como un
comerciante de la zona. Fue encargado del bar Avenida, que debió cerrar por la
pandemia.
Amante de la pesca, con sus amigos se internaban en el río
Dulce y en el Dique frontal de las Termas, cuyo embalse tiene 19 kilómetros de
largo y 33.000 hectáreas de superficie. Una tarde aburrida en la que no había
pique, a fines de 1987, Sebastián detectó fragmentos dispersos río adentro. No
eran piezas completas: se trataba de bordes de cerámicas, pinturas, asas. Las
recogió y guardó en una caja de zapatillas. “Es mi más preciado tesoro, no lo
abran”, le decía a su familia, compuesta por su mujer y sus hijos Sergio,
Gisela y Diego.
A partir de allí, en nuevas salidas de pesca, se perdía
entre los pajonales y empezaba a convertirse en experto en el arte de encontrar
piezas sueltas que emergían del suelo arcilloso, como si fueran las de un
rompecabezas. “Siempre estuvieron ahí, lo que pasa es que no les había prestado
atención”, rememora. Les sacaba el barro y el sarro, las limpiaba con cuidado.
Un compañero de pesca, Carlos Aguirre, folclorista de renombre en la zona,
cierta vez le preguntó por un objeto. Sebastián se lo mostró. “Esto es un
silbato indígena. Una ocarina”, respondió Aguirre, que había conocido a un
músico que la tocaba.
Las excursiones de pesca solían derivar luego en charlas de
café, donde una vez un amigo le comentó al pasar: “Viste la cantidad de
cerámica que hay en el agua. Qué bueno sería que Termas tuviera un museo”.
Sebastián no lo pensó más. Desde que se encontró imprevistamente con las
primeras piezas, en aquella aburrida tarde de pesca, dice que algo se despertó
en su interior, algo místico, casi religioso, que en sus palabras lo describe
como una sed insaciable. “El hobby se fue transformando en una cuestión seria,
responsable. Y me alimentó más curiosidad y más intriga. Por ejemplo, hoy, si
me encuentro con fragmentos de una pieza de cerámica, los llevo a mi casa y
estoy días armándola. Cuando termino, la ubico en el museo. Ya estoy pensando
que tengo que salir al otro día para el río para buscar nuevas piezas, nuevos
huesos, antes que se pierdan o terminen en las manos de alguien que les dará un
sentido privado y no público”.
Poco tiempo después de sus primeros hallazgos, Sebastián se
contactó con una mujer de Catamarca, Nélida de Cura, que en su provincia había
organizado un museo arqueológico en la ciudad de Belén. Sabater le enseñó la
ocarina que había encontrado en el río. “Acá está su identidad cultural. Con mi
marido fundamos un museo con sólo dos piezas. Acá están sus raíces, ustedes
tienen que amar esto”, entusiasmó Nélida a Sebastián y sus amigos en una
reunión en Termas, y antes de irse le obsequió una pieza de cerámica de Belén,
para sumarla a su museo.
Abierto de lunes a domingo y con entrada libre, el Museo
Arqueológico “Rincón de Atacama” acaba de cumplir 33 años: fue fundado en
noviembre de 1988 por Sebastián Mario Sabater y un grupo de amigos que
pertenecían al Centro de Comercio de Río Hondo. Lo abrieron con menos de diez
piezas. Hoy el sector “Arqueología” tiene piezas de todas las culturas que
poblaron el departamento Río Hondo desde la prehistoria, que se remontan a ocho
mil años: pequeñas bandas de nómades, cazadores y recolectores que entraron al
río Dulce hasta la llegada de los conquistadores. La colección “Paleontología”,
además, cuenta con fósiles de la fauna del cuaternario y terciario superior,
cuyos atractivos son los restos fósiles del Megatherium, Gliptodontes,
Toxodontes y Dasipodidos.
“Fue una misión de la que me enamoré, siento profundamente
que vibra algo en mi cuerpo, como un mensaje de nuestros ancestros -continúa
Sabater-. A diferencia de otros amigos, no me costaba recorrer el río Dulce e
inventariar las piezas. Enseguida nos acercamos a las universidades para
reunirnos con especialistas. Aprendí de las culturas autóctonas que poblaron
Santiago del Estero antes de la conquista europea, como así también de qué
forma hacer una excavación arqueológica, a preparar los materiales, el
tratamiento y conservación de los vestigios”.
Una de las piezas que llamó la atención de los científicos
fue un pedazo de mandíbula de un Perezoso, un gigante de seis toneladas
conocido popularmente por la serie de películas de “La era del hielo”. Con el
paso de los años, Sebastián Sabater fue agudizando sus sentidos y conforme a
que fue adquiriendo métodos y procedimientos técnicos, halló un yacimiento
paleontológico alrededor del río, donde se encontró con especies únicas, como
el Gliptodonte de casi 4 millones de años, también con caparazones enormes de
carpincho. “Me hice amigos de los científicos, naturalmente. Les dije que les
iba a chupar el conocimiento, y se reían”, suelta, mientras no para de exhibir
piezas de su museo, con la misma dedicación con la que atiende a las visitas de
las escuelas y contingentes turísticos.
Después de que se recibió de Perito Mercantil, no siguió los
estudios universitarios. Gastronómico de oficio, dice que se formó de grande
con la guía de especialistas ya que desde el inicio del museo se “codeó” con
científicos universitarios. “En arqueología con el doctor José Togo, y en
paleontología con los doctores Graciela Esteban, Norma Nasif y Fernando
Abdala”, nombra, para reconocer la guía de sus exploraciones autodidactas.
Perdió tiempo para sus amigos, para sus hijos, resignó otros
trabajos y estuvo por separar varias veces. Pero ahora reflexiona: “Me siento
inmensamente feliz trabajando en el museo, es una decisión de vida. Uno cuando
se apasiona con algo saca lo mejor de sí. Me dediqué con profundidad para que
crezca el museo en cantidad de material, porque nuestra ciudad, que es
turística, necesitaba un lugar que cumpla con esa tarea cultural y social tan
importante. Hoy el museo tiene en exposición 1000 ejemplares de las distintas
colecciones, más los que están en depósito. El objetivo fue tener el registro
científico de la arqueología, la paleontología de vertebrados, la
paleobotánica, la entomología de la región, y para ello hemos golpeado las
puertas de las instituciones para poner en marcha el proyecto. Todo se hizo a
pulmón y sin cobrar un peso”.
En Río Hondo, una de las ciudades termales por excelencia,
con turismo todo el año, se espera la fecha del Moto GP, el campeonato de
motociclismo más importante del mundo, que se celebrará en abril. Catorce napas
de aguas mesotermales forman la riqueza acuífera de Río Hondo, originada por
las lluvias que caen sobre las sierras del Aconquija, en Tucumán, y se filtran
empapando los estratos profundos de rocas terrestres. Son aguas bicarbonatadas,
con propiedades suavizantes de la piel, antiinflamatorias y de PH alcalino -las
virtudes de las aguas termales ya se conocían en tiempos precolombinos, aunque
Sabater descree de la leyenda sobre los Incas viajando expresamente para
bañarse en ellas-. En hoteles como Los Pinos, uno de los más tradicionales de
la ciudad y de los pocos del país con modalidad all inclusive, impresionan de
inmediato el profesionalismo y la experiencia de los encargados de brindar
servicios de gastronomía, recreación, salud y spa: no en vano la ciudad tiene
la trayectoria de turismo termal más antigua del país. En Los Pinos, Sebastián
Sabater organizó rifas con cenas masivas donde recaudó lo suficiente para construir
los primeros pasos del museo “Rincón de Atacama”, llamado así en homenaje a un
territorio poblado de aborígenes que trabajaban la tierra y se dedicaban a la
alfarería.
Durante 17 años lo tuvieron de manera privada hasta que en
2004, desde Santiago del Estero capital, lo denunciaron en la Justicia por
haber extraído un Gliptodonte. Sebastián sintió vergüenza aunque dice que
estaba seguro de sus convicciones. “Tuve la policía en mi domicilio, razón por
la cual con paleontólogos del Instituto Miguel Lillo, de Tucumán, presentamos
el proyecto para hacerlo Museo oficial. Entonces lo transferimos a la
municipalidad de Las Termas de Río Hondo con la única exigencia de la creación
del cargo de director”, cuenta.
Caminó puerta a puerta durante días, con el sol norteño en
la cabeza, y convenció a los vecinos para que donaran piezas al museo. La
comunidad fue largando objetos que tenían en sus domicilios en colecciones
privadas, según Sabater “fueron tomando conciencia del patrimonio cultural de
Río Hondo”.
En el museo guarda muchas donaciones que, por falta de
espacio, aún no puede mostrar en exhibición, como una colección de minerales y
otra de insectos. De las piezas restauradas, dice que sólo compró unas pocas
mariposas para el sector de “Entomología”.
A lo largo de las vitrinas del museo hay puntas de flecha de
piedra o hueso, torteros para hilar -testigos de la perfección de las técnicas
de tejido de los pueblos originarios-, piezas de cerámicas decoradas con
bajorrelieve, cerámica negra de la cultura Las Mercedes, otras con fondos
anaranjados, restos humanos, escudillas, urnas funerarias. Hay fósiles que
llevan su apellido, porque él los descubrió, como el Paraeuphractus Sabateri
SP.
Se trata del caparazón casi completo, fragmento de escudete
cefálico, cráneo, pelvis, tibia y dos vértebras dorsales de un quirquincho o
Dasipodido.
Tuvo que fabricar hasta sus propias herramientas, porque los
especialistas de las universidades traían las suyas pero no podían dejarlas.
Con un amigo carpintero se las ingenió para adaptar hojas de sierra en su
taller. Trabajó con algarrobo, con el bronce que le había sobrado de unos
sanitarios, se perfeccionó en el uso de espátulas pequeñas, hojas de cuchillo,
pinceles; además de un par de herramientas caseras que obsequió a los paleontólogos
para que trabajaran con óseos de animales prehistóricos. “Mi cabeza piensa
cosas locas. Una vez encontré la primera pieza de cerámica, con asas en forma
de anillo. Me dije: ´Esta noche la voy a armar y terminar´.
Los fragmentos estaban mojados, prendí el horno de la cocina
y los fui secando. Los pegué con un pegamento que hay en todas las casas, pero
tanta la ansiedad que le dije a mi mujer: ´Voy a cenar y me voy a dedicar full
time a esto´. Convertí la cocina en un laboratorio. En tres horas la armé y
casi me largo a llorar cuando la vi terminada. En otro momento imaginé colocar
un globo de piñata para dar estabilidad a otra pieza de cerámica. Luego usé
planchas de corcho. Y todo con el aval de los científicos, porque dieron buenos
resultados”.
Como tantas otras personas, una señora del Chaco, doña Petra
Nestoroff, se acercó al Centro de Comercio cuando aún se estaba armando el
museo y quiso mirar las piezas. “¿Quién está haciendo este trabajo?”, le
preguntó a la secretaria. Cierta mañana fue hasta el bar de Sabater. “Yo le
pongo un signo pesos y un uno, ¿cuántos ceros les pone usted por la tarea que
está haciendo?”, provocó Petra. “No sé, señora, estimo que varios ceros”,
respondió Sebastián, sorprendido.
“¿Por qué no tienen insectos? ¿Usted quiere aprender? Yo le
voy a enseñar”, cerró la señora. Todos los inviernos después de ese encuentro,
Petra, especialista en el tema, viajó por años a Río Hondo a enseñarle la
técnica de captura y preparación de insectos; luego le regaló un libro de
entomología y agujas entomológicas. Sebastián la visitó una vez en el Chaco y
una noche vio algo que revoloteaba sobre un farol. Se acercó lentamente. Sabía
cómo apretar las alas de una mariposa para evitarle el sufrimiento. “Petra no
podía creer que había encontrado la mariposa conocida como cola de golondrina,
bellísima. ´Hace treinta años que intento conseguir una y venís vos y te llevás
una´, me dijo.
Antes de despedirse, rogó para que no la vendiera ni por
todo el dinero del mundo. Me han ofrecido todo tipo de canjes, me costó decir
que no, pero hoy es otra maravilla del museo”. Uno de sus rincones preferidos
es el de “Entomología”, donde se exhibe una variada muestra de mariposas,
arácnidos y otros insectos de la región.
Cuando suele hacer una excavación en ese río que conoce
desde su infancia, Sabater suele cerrar los ojos. Levanta las manos y pide
permiso a sus ancestros. Lo empezó a hacer luego de que varios lo acusaran de
profanación, por tratarse de un sitio sagrado. “Hasta mi señora me criticaba. Y
es perfectamente entendible. Sus presencias físicas desaparecieron, pero sus
rastros nos cuentan historias plasmadas en el inconsciente colectivo. Nuestros
pueblos originarios fueron aniquilados por la conquista europea, desplazados de
sus tierras. Para mí, el museo es un sentido homenaje a esas raíces”, dice
orgulloso de conservar una de las colecciones más preciadas de la provincia
sobre las culturas Las Mercedes, Cóndor Huasi y Famabalasto, entre otras, con
más de 1500 años de antigüedad.
Hay días en los que se despierta, al amanecer, y dice que
sabe en qué sitio del río encontrará una pieza. El lugar exacto. “Me quedo en
la cama, permanezco con los ojos abiertos, respiro profundo. Y se me
representa. Es creer o reventar, porque cuando voy a buscarla, no falla”.
Cuando baja el agua del embalse, se produce una sequía y allí suelen quedar al
descubierto los yacimientos. Sabater también es compositor musical y poeta, con
23 chacareras escritas y hasta versos ligados a la su fe católica. Hoy prepara
el libro Pescando fragmentos sobre la historia del museo.
Sabater podría hablar por horas de sus innumerables
anécdotas. En cómo desde su inagotable curiosidad oficia un poco de entomólogo,
un poco de arqueólogo, un poco de paleontólogo... La ciencia, la fe, la espiritualidad.
Entre risas, tímidamente, cuenta que varias veces conoció a personas con dones
espirituales que le dieron una certeza sobre el aura de ciertas piezas. “Yo soy
una esponja, absorbo de todas las creencias de todos los mundos posibles”.
Entre las aguas termales de Río Hondo, que “brotan calientes
desde las entrañas de la tierra”, como les explica a los más chicos que visitan
el museo, enormes manadas de elefantes sudamericanos y perezosos gigantes
disfrutaban mientras los tigres dientes de sable y los osos de cara corta
esperaban su oportunidad para atacar.
Un mundo fantástico, propio de la Edad de Hielo. “Así de
pequeño y misterioso es este museo, acá se concentra la historia geológica y
biológica de los últimos cinco millones de años, hasta la llegada de los
primeros humanos, hace unos 10 mil años”.
Se despide con las manos entrelazadas, con la mirada
preocupada que se deja ver a través de sus anteojos. “Hemos colapsado el lugar
físico y estamos esperando con ansias que nos trasladen a un edificio más
amplio y adecuado para un museo. Estoy intranquilo, no he podido formar gente
joven ni me han aportado personal idóneo. Se hace difícil continuar con la obra
para que pueda ser un legado para las generaciones futuras. No sé qué pasará a partir de mi jubilación, pero
no descansaré hasta mis últimos días”. Fuente Infobae - Por Juan Manuel
Mannarino