Pertenece a un animal que medía 1,8 metros de altura.
Científicos del CONICET pudieron inferir la posición y densidad de las plumas.
El denominado continente blanco supo ser una región de clima
templado a frío con mucha vegetación y bosques de tipo andino-patagónicos como
los que hoy predominan en Tierra del Fuego. En ese ambiente de fauna diversa,
los primeros pingüinos aparecieron hace unos 60 millones de años y
paulatinamente se fueron convirtiendo en las aves costeras más numerosas, de
ahí la enorme cantidad de fósiles que se han colectado en territorio antártico
desde que comenzaron a hacerse allí exploraciones científicas.
Si bien todos los rastros hallados son valiosos y aportan
información sobre la biología y ecología de tiempos remotos, de vez en cuando
aparece algún material que destaca por sobre los demás y es considerado una
verdadera joya paleontológica. En esta ocasión, ese lugar le corresponde al ala
de un animal que no sólo conserva sus huesos y articulaciones intactas sino
también, y he aquí la sorpresa, la piel.
“Único en el mundo”, enfatiza Carolina Acosta Hospitaleche,
investigadora del CONICET en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la
Universidad Nacional de La Plata (FCNyM, UNLP), cuando habla del resto fósil
que, con 43 millones de años de antigüedad, conserva la piel de un pingüino
petrificada en ambos lados del ala envolviendo los huesos articulados en su posición
original.
“Pertenece a una especie llamada Palaeeudyptes gunnari,
animales de 1,8 metros de altura que habitaron el lugar durante una época
llamada Eoceno. Es la primera vez que se encuentra un material con este grado
de conservación correspondiente a un ejemplar primitivo de aves que todavía
existen”, relata la científica, encargada junto a colegas del estudio del
fragmento colectado 2014 en el marco de la campaña de verano del Instituto
Antártico Argentino (IAA, DNA), y cuya descripción acaban de publicar en la
revista científica Lethaia.
Desde su hallazgo, el ala estaba guardada en la colección de
vertebrados fósiles del Museo de La Plata, que con alrededor de 16 mil piezas
es una de las más completas del mundo. Fue ordenando y catalogando los materiales
que Martín de los Reyes, técnico del IAA con lugar de trabajo en la FCNyM, se
topó con ella. “Me llamó la atención porque estaba cubierta por una costra muy
particular alrededor del hueso. Cuando se lo comenté a Carolina, arrancó la
investigación que nos permitió probar nuestra sospecha: era la piel
mineralizada”, relata. Los análisis consistieron en observaciones con lupas
binoculares para compararla con el tejido de los pingüinos actuales; y el
examen de la cobertura a través de un microscopio electrónico de barrido, donde
verificaron que las fibras de la dermis también están preservadas.
En el estudio comparativo con las especies actuales, los
expertos hicieron foco en la densidad de los folículos o “agujeritos” donde se
insertaba el plumaje. “La piel está desnuda pero no es blanda como podría ser
la de una momia, sino que está fosilizada, es decir, transformada en roca”,
describe Acosta Hospitaleche. Las cavidades que habrían contenido a las plumas
muestran un patrón y distribución similares a los pingüinos modernos, aunque en
estos últimos la concentración es mucho mayor, teniendo en cuenta que viven en
aguas heladas. “Lo que nos deja ver este rastro es la adquisición temprana de
características ligadas a la adaptación al frío, modificaciones que ya desde
ese momento les permitieron a estos grupos primitivos tolerar
temperaturas más bajas y por ende diversificarse y dispersarse por los mares
del Hemisferio Sur, donde residen hasta el presente”, concluyen.
En paralelo al trabajo de los pingüinos se reportó otra
novedad científica de la Antártida, esta vez en la revista Journal of
South American Earth Sciences. Se trata de dos mandíbulas pertenecientes a
pelagornítidos, una familia extinta de aves marinas caracterizadas por
tener pseudo o falsos dientes y de la que este nuevo hallazgo deja
ver que la diversidad de especies que la formaban era aún más amplia de lo que
se creía. Con diez campañas antárticas en su haber, Acosta Hospitaleche también
es autora de este estudio.
“Hablamos de pseudodientes o dentículos porque no eran como
los nuestros, con esmalte, dentina e insertos en un alvéolo, sino que se
trataba de prolongaciones del hueso del pico, que se extendía y formaba esas
estructuras con la misma apariencia y función de los dientes, aunque más
frágiles”, relata la investigadora. Las mandíbulas descriptas en el trabajo se
suman a otras encontradas en campañas anteriores, como así también a fragmentos
óseos del cráneo, curiosamente todos diferentes entre sí, lo cual confirma que en
la Antártida no habitó una sola especie de pelagornítido sino que coexistieron
muchas y de diversos tamaños: mientras que algunos medían cuatro metros con las
alas extendidas, los más grandes alcanzaban los siete metros.
También los pseudodientes, se pudo observar, variaron su
tamaño con el paso del tiempo: mientras que los más primitivos medían alrededor
de 2 milímetros, a medida que evolucionaban fueron creciendo, y en las
mandíbulas más recientes aparecen algunas piezas de más de 1 centímetro de
altura. “En realidad, los pelagornítidos existieron en todo el mundo, con un
rango de aparición temporal muy amplio: desde hace 60 millones de años hasta
unos 5 millones”, explica Acosta Hospitaleche, y continúa: “Eran aves
planeadoras de hábitos costeros que fueron muy exitosas hasta que aparecieron
los albatros y petreles, dos especies con una morfología y modos de vida muy
similares, y que al ocupar el mismo nicho ecológico, que es no sólo el lugar
físico sino también la función en la comunidad, los fueron desplazando hasta
hacerlos desaparecer”. Fuente Conicet.