sábado, 10 de octubre de 2020

Descubren fósil de una tortuga marina en el Mioceno de la localidad de Paraná, Entre Ríos.




Investigadores del Museo Argentino de Ciencias Naturales "Bernardino Rivadavia", CONICET y Fundación Azara-Universidad Maimónides, dieron a conocer el primer hallazgo de una tortuga marina en la Mesopotamia. Los fósiles fueron hallados en las barrancas del río Paraná en la provincia de Entre Ríos y tienen una edad cercana a los 10 millones de años de antigüedad.

La localidad de Paraná además de ser la capital de la provincia de Entre Ríos es la cuna de una serie de hallazgos paleontológicos de gran relevancia para entender la evolución de la fauna que vivió en Argentina durante los últimos diez millones de años.

En aquel entonces, el Río Paraná era posiblemente parte de un profundo mar que invadió Sudamérica y alcanzó el norte del continente, inundando toda la región chaqueña incluyendo Bolivia y Paraguay. Este mar era de aspecto tropical, abundaban ballenas, delfines y cachalotes, manatíes y aves buceadoras eran frecuentes en sus costas.

En tierra firme perezosos gigantes, gliptodontes y aves gigantes dominaban el ambiente. En los antiguos sedimentos depositados por aquel mar suelen encontrarse restos fósiles, incluyendo la mandíbula de tortuga que los paleontólogos han dado a conocer esta semana.

Este fósil es semejante al de tortugas marinas como la Tortuga Verde o la Tortuga Carey y representa el primer resto de este grupo de tortugas encontrado en Argentina. La mandíbula fósil posee una amplia superficie masticatoria con la que esta tortuga podría haber triturado los invertebrados que formaban parte de su dieta.

Con el retroceso de el “Mar Paranaense” y el progresivo enfriamiento de los océanos ocurrido hace unos 8 millones de años, es posible que estas tortugas, adaptadas a climas cálidos, hayan reducido su distribución e incluso hayan desaparecido de los mares del mundo.

Imágenes. Recreación de la tortuga marina de la localidad de Paraná. Cráneo ilustrativo de Chelonia sp, y rama mandibular fósil hallada en el Mioceno de Entre Ríos. Fuente información; Fundación Azara.

Mas info en http://www.grupopaleo.com.ar/paleoargentina/principal.htm

 

martes, 6 de octubre de 2020

Estudios paleoneurologicos en Prospaniomys priscus, un roedor del Mioceno.

 


Presenta una curiosa combinación de caracteres dentales y auditivos. Lo estudiaron dos investigadoras del CONICET junto a un colega de Estados Unidos

Se conoce como paleoneurología a la rama de la biología que estudia la anatomía interna del cráneo de animales antiguos para establecer relaciones entre su estructura y el cerebro y sus órganos asociados. “Por un lado, permite estudiar cómo han ido variando las estructuras anatómicas en el tiempo, como por ejemplo los cambios en la forma y tamaño. Por otro, tanto el cerebro como la región auditiva están estrechamente vinculados a los hábitos locomotores y al ambiente, por lo tanto cuando comparamos estas estructuras con la de animales vivientes podemos realizar inferencias relacionadas a como se movían, los sonidos que podían haber escuchado y el ambiente en el que habitaron”, comentan dos investigadoras del CONICET La Plata que acaban de publicar en la revista Journal of Vertebrate Paleontology un trabajo que se enmarca en esa disciplina y que plantea interrogantes sobre la historia evolutiva de un tipo de roedor que habitó la Patagonia argentina de 19 a 16 millones de años atrás.

El estudio se centró en Prospaniomys priscus, un octodontoideo –nombre que refiere a la estructura de su dentición, con una figura que se asemeja a un número ocho–, es decir un roedor de tamaño mediano (entre 10 y 20 centímetros de largo) que vivió en la Patagonia durante el Mioceno inferior, cuyo cráneo se encuentra en el Museo de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia (MACN, CONICET) y es el mejor preservado para un ejemplar de su edad. Los octodontoideos pertenecen a un grupo de roedores endémicos de América del Sur conocidos como caviomorfos que adquirieron formas variadas, y entre sus representantes más conocidos se encuentran los tuco tucos, de hábitos subterráneos; los coipos, más adaptados a espacios acuáticos; y otros relacionados con ambientes selváticos.

“P. priscus no está relacionado directamente a ninguna de las formas vivientes, con lo cual los hábitos que pudo tener son diversos”, comenta Michelle Arnal, investigadora del CONICET en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata (FCNyM, UNLP) y una de las autoras del trabajo. Hace algunos años, la experta estudió la estructura externa del cráneo del ejemplar extraído de un yacimiento ubicado en la localidad de Sacanana, en el centro norte de Chubut: “Esa zona tiene la particularidad de que los fósiles se conservan dentro de clastos o bolitas de piedra. Eso favorece la preservación, pero tiene como contrapartida que el sedimento que se adhiere a los materiales es muy duro y la única manera que había antes para estudiar su anatomía interna era, literalmente, rompiéndolos”, apunta.

Aquella descripción externa le permitió a Arnal reparar en una serie de características distintivas que invitaban a investigar “qué pasaba dentro de ese cráneo”. Para ello, se contactó con María Eugenia Arnaudo, por entonces becaria del CONICET en la FCNyM y primera autora del reciente trabajo, cuyo tema de tesis había sido el estudio del sistema auditivo de osos fósiles, y juntas emprendieron lo que definen como “la primera descripción anatómica interna de un caviomorfo fósil”, trabajo que realizaron mediante tomografías computadas de alta resolución utilizando equipos de YTEC, empresa de gestión conjunta entre el CONICET e YPF.

“Por un lado, presenta unas bulas timpánicas hipertrofiadas, o muy desarrolladas, en la parte posterior del cráneo, es decir una especie de caja de resonancia que en general está asociada a animales que habitan en espacios desérticos y que gracias a esa adaptación pueden captar sonidos de baja frecuencia para, entre otras cosas, detectar la presencia de posibles depredadores o comunicarse. Por otro, unos dientes de coronas bajas que si uno compara con formas actuales, aparecen más bien en animales que tienen dietas blandas a base de hojas o frutos, es decir relacionados a espacios más cerrados, como los pampeanos, bosques y selvas actuales, pero no desérticos. Esto marca cierta contradicción: se supone que las bulas son caracteres adaptativos al ambiente, pero hay otros indicios que dan cuenta de lo contrario, que podría tratarse de un patrón ancestral, hereditario”, explica Arnal.

Una dificultad importante para los estudios comparativos es que no hay análogos de este ejemplar que vivan en la actualidad, “y en ningún caviomorfo u otro roedor de los que analizamos se da esa combinación de bulas grandes con esos dientes de corona baja. En general, los roedores con bulas grandes presentan denticiones de coronas altas, sin raíces y de crecimiento continuo, lo que indica que se alimentan de pastos muy abrasivos, o que viven en espacios desérticos y el polvo adherido a la comida les desgasta los dientes, por lo que requieren que estén en permanentemente crecimiento”, puntualiza Arnaudo.

Las posibles hipótesis que plantean las investigadoras son dos: que esas bulas superdesarrolladas hayan sido una adaptación que hizo este grupo de roedores cuando surgió durante el Mioceno, o que sea un patrón ancestral heredado. “No hay mucha información sobre cómo era el paleoambiente en Sacanana durante el Mioceno, aunque la procedente de otras localidades de la Patagonia de esa edad propone que allí no había desiertos. Eso indicaría que es un carácter ancestral. Pero entonces, ¿para qué necesitaban semejante caja de resonancia animales que vivían en ambientes cerrados, similares a los pampeanos, bosques o selvas de la actualidad?”, se pregunta Arnal. “Se han observado bulas grandes en roedores de hábitos subterráneos, porque debajo de la tierra las ondas de baja frecuencia se transmiten mejor, pero los rasgos anatómicos de este ejemplar nos indican que no era subterráneo, así que estamos ante una disyuntiva porque no tenemos análogos vivientes que nos lo expliquen”, apunta.

Para finalizar, las expertas señalan que el estudio abre varias líneas posibles de trabajo relacionadas con la paleoneurología de caviomorfos que permitirán conocer más sobre su comportamiento, relación con los paleoambientes que habitaban y posibles patrones evolutivos hasta hoy desconocidos. Fuente; Conicet.

Mas info en http://www.grupopaleo.com.ar/paleoargentina/principal.htm

viernes, 2 de octubre de 2020

Morenelaphus, un ciervo fósil hallado en San Pedro por el Museo Paleontológico.

 



En el mes de enero, el Grupo Conservacionista de Fósiles halló, en el yacimiento de Campo Spósito, el cráneo con cornamenta de un ciervo fósil que habitó la zona hace más de 200.000 años. El ejemplar, que perteneció al género Morenelaphus, era un ciervo de tamaño mediano a grande que tenía una presencia numerosa en la zona.

Este cráneo es el más completo de los tres que ya se han encontrado en el yacimiento de Bajo del Tala, en 19 años de búsqueda en el lugar.

El equipo que lo descubrió estuvo conformado por José Luis Aguilar, Javier Saucedo, Julio Simonini, Domingo Ancharek y Matías Swistun. Los dos últimos fueron los primeros en observar al ejemplar semi oculto en el sedimento.

El cráneo fosilizado fue extraído con la técnica de “bochón de yeso”, es decir, en un bloque del sedimento que lo contenía y envuelto en telas embebidas en yeso para que no sufra deterioro durante el traslado al museo.

Una vez allí, la tarea de preparación estuvo a cargo de Julio Simonini, integrante del equipo del Museo Paleontológico. Con extremada paciencia y utilizando torno eléctrico, pequeñas herramientas y ciertos productos consolidantes, Simonini fue retirando poco a poco, toda la roca que rodeaba al fósil. Así, la capa de tosca dura de más de un centímetro de espesor, fue sacada en un trabajo que demandó muchas horas a lo largo de varios meses.

No solo se preservaron todos los detalles del cráneo en sí, sino también, de las dos ramas de cornamenta que conserva el ejemplar.

Tanto esfuerzo de preparación dio como resultado uno de los cráneos más completos que se tienen de la especie.

Estos animales herbívoros, de hábitos ramoneadores, son uno de los ciervos más frecuentes entre los restos fósiles del Pleistoceno de Argentina.

En el caso del yacimiento de Campo Spósito, ya son varias las piezas recuperadas de estos animales. Debido a que en un sector de ese campo se preservó un tramo de un río prehistórico, estos mamíferos al igual que otras tantas especies, se acercaban a beber y a alimentarse. En el caso de estos ciervos se cree que habitaban en grupos numerosos ya que son muchos los restos encontrados en un sector muy acotado.

Al comparar el cráneo de este último ejemplar encontrado con los otros dos recuperados anteriormente, se observa que se trata de un individuo joven que aún no había alcanzado una adultez plena. También se puede ver que en los ejemplares más viejos, las cornamentas desarrollan unas callosidades o “verrugas” en la superficie. Algo que aún no se manifiesta en este ejemplar juvenil que presenta la superficie de su cornamenta totalmente lisa.

En la foto; Julio Simonini, quien preparó al fósil, junto al ejemplar descubierto por Ancharek y Swistun, en Campo Spósito. El ciervo fósil junto al gigantesco megaterio y fachada del Museo. Fuente texto; Museo Paleontológico de San Pedro.

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