jueves, 10 de mayo de 2018

Una historia de Gualicho, el dinosaurio carnivoro.


Sebastián Apesteguía participó de casi cuarenta campañas, bautizó alrededor de treinta especies y asegura que la competencia por los fósiles está a la orden del día.
 
Sebastián Apesteguía es, probablemente, uno de los paleontólogos argentinos con más campañas en sus espaldas. Su currículum denota hallazgos impresionantes en, aproximadamente, cuarenta expediciones científicas y casi treinta especies bautizadas. De cualquier manera, para conocer la primera gran aventura de este hombre de piel curtida y cabello al hombro, hay que viajar hasta su infancia. Cuando tenía 12 años se fue de su casa para buscar las raíces genealógicas de su apellido que pese a lo que parecía proviene de pueblos originarios. Armó dos valijas pesadísimas, compró 15 kilos de maíz y partió hacia la provincia del cuarteto y el fernet en busca de sus antepasados. No obstante, pronto, sus sueños chocaron con un muro robusto, eso que algunos llaman “realidad”; y, como no tenía suficiente dinero, debió pedir ayuda. Acudió a sus tíos que, avisados previamente por su madre –que leía los movimientos de su hijo desde Buenos Aires– lo estaban esperando. 
En la actualidad, a los 48 años, asume que su actividad tiene ribetes detectivescos y que más allá de lo bonito que es comunicar hallazgos, entregar papers y salir en los medios con una noticia que modifique el curso de la historia, la cocina de la paleontología –el detrás de escena– también encierra mucho de rutina. “Aunque asocien nuestro trabajo al de Indiana Jones, el día a día de los paleontólogos es rutinario. En definitiva, si uno está abocado a la parte técnica se encarga de preparar fósiles y si es investigador tratará de estudiar los hallazgos para conseguir decir algo original”, apunta el director del Área de Paleontología de la Fundación de Historia Natural Félix de Azara (Universidad Maimónides). 
Sin embargo, en la campaña todo es diferente. Allí, los paleontólogos se convierten en “viajeros del tiempo”, ya que los diversos espacios prevén el hallazgo de fósiles correspondientes a diferentes épocas. Gracias a las “hojas geológicas” confeccionadas por especialistas durante los siglos XIX y XX –que mapearon los territorios y clasificaron las regiones de acuerdo a sus observaciones– es posible saber hacia dónde orientar los esfuerzos. Luego, cuando el espacio ha sido más o menos delimitado, se solicita un permiso al gobierno de la provincia (en general, a través de las delegaciones de cultura) y los funcionarios evalúan los antecedentes de los investigadores y fiscalizan si hay especialistas que previamente han solicitado barrer la zona. “En áreas calientes de búsqueda de dinosaurios, como la Patagonia, hay múltiples equipos haciendo su trabajo. Por ello, es vital no superponerse y mantener un código ético, porque no vamos a negarlo: siempre hay competencia”, señala.
Hace una década, el sur de Mendoza se transformó en una zona caliente. Como no se sabía demasiado acerca de la presencia de fósiles, los paleontólogos de la provincia se llevaban los huesos para estudiarlos en Mendoza capital. En efecto, cuando la paleontología comenzó a crecer en el sur –los especialistas de allí armaron un museo, contrataron a especialistas– advirtieron que sus vecinos del norte se llevaban sus tesoros. Pero, para cuando los representantes del sur alzaron la voz y reclamaron su patrimonio, los capitalinos solicitaban derechos sobre una zona que habían descubierto y en la que trabajaban hacía varios años. De hecho, los conflictos de intereses están a la orden del día: “El conflicto es con los ambiciosos que quieren meter sus narices en áreas que han sido descubiertas antes por otros colegas. Son oportunistas que no miden el esfuerzo y el dinero invertido en cada campaña”, suelta el paleontólogo. Fuente Paina 12.