En el continente blanco
presentaba una fisonomía muy distinta hace 65 millones de años, durante la
transición entre el período Cretácico y el Paleógeno: el clima de la Antártida
era templado, predominaban los ambientes marinos poco profundos y existía una
gran diversidad de peces. El límite exacto entre ambos períodos geológicos fue
determinado por una extinción masiva -que la teoría clásica atribuye al impacto
de un meteorito en la península de Yucatán, en el actual territorio de México-
que afectó a las biotas, es decir a los conjuntos de organismos vivos,
terrestres y marinos característicos del Cretácico y generó entre otras cosas
la desaparición de los dinosaurios no avianos, es decir sin plumas y los
grandes reptiles voladores.
En el marco de un proyecto del
Instituto Antártico Argentino (IAA-DNA), un grupo de investigadores del
CONICET, la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y el IAA-DNA (Argentina),
estudió las implicancias que tuvo ese fenómeno global en los mares circundantes
al actual continente antártico y, en particular, sobre la ictiofauna, es decir
los peces que los habitaban y logró identificar las distintas especies
presentes en la región antes y después de la extinción. Los resultados de su
trabajo fueron publicados recientemente en la revista científica Cretaceous
Research.
“Las consecuencias de
aquel suceso fueron muy bien estudiadas en sedimentos de todo el mundo”,
subraya Alberto Luis Cione, investigador principal retirado del CONICET en la
Facultad de Ciencias Naturales y Museo (FCNyM) de la UNLP y primer autor del
trabajo. “Sin embargo, en el continente antártico en particular el registro
fósil y la información están condicionados por la cobertura de hielo y la
dificultad de acceder a los afloramientos”, describe.
No obstante, durante la
campaña de verano 2013-2014 realizada por expertos del Museo de La Plata y el
IAA en la Isla Marambio, al este de la Península Antártica, donde afloran las
formaciones sedimentarias López de Bertodano y Sobral, pudieron colectarse los
fósiles utilizados para el análisis -fundamentalmente dientes, que fueron
recuperados tamizando sedimentos para evitar perder los ejemplares de menor
tamaño-. “A nivel mundial es uno de los lugares donde existe una mejor
representación del límite entre esos dos grandes momentos geológicos. Además de
carecer de vegetación, se encuentra sin cobertura de hielo durante el verano,
lo que facilita enormemente los trabajos de campo”, destaca Cione.
“Este trabajo permitió determinar
la respuesta de la ictiofauna marina de la Antártida a la extinción masiva del
fin del Cretácico”, puntualiza el investigador, y añade: “Hasta el límite entre
el Cretácico y el Paleógeno había una fauna de peces óseos y cartilaginosos muy
diversificada y perfectamente adaptada a sus ambientes. Sin embargo, luego del
evento la mayoría desapareció y la variedad de la ictiofauna que podemos
encontrar sobre ese horizonte es realmente pobre”.
Los investigadores hallaron
grupos de peces que habitaron exclusivamente el Cretácico, como el tiburón
sierra y el gris, y otros cuyos parientes todavía están presentes en nuestras
costas. “En las capas de sedimentos ubicadas por debajo del límite, encontramos
representantes de dos grupos que en la actualidad son frecuentes en distintas
partes del mundo: tiburones de leznas del género Carcharias y cazones
espinosos.
“Los tiburones son muy
conocidos actualmente porque muchos de ellos son grandes depredadores que se
ubican en la cima de la pirámide ecológica”, cuenta Cione, y apunta: “Durante
el Cretácico, en el mundo había un predominio de grandes tiburones del orden de
los lamniformes –un pariente viviente de ellos muy conocido es el tiburón
blanco–. Sin embargo, y para nuestra sorpresa, los grandes lamniformes eran escasos
en la Antártida y el rol de gran depredador allí lo cumplía el tiburón gris”,
puntualiza.
Soledad Gouiric Cavalli,
investigadora adjunta del CONICET en la FCNyM, cuenta que, dentro del material
que se recuperó, “los peces óseos están representados por dientes de dos grupos
y el fragmento de una aleta de otro que vivió únicamente en el Jurásico y el
Cretácico y que, en algunos casos, podía alcanzar hasta 16 metros de largo.
Este pez se alimentaba filtrando su comida del agua de una manera similar a la
que lo hacen hoy algunos grandes tiburones y mamíferos marinos, como el tiburón
ballena y la ballena azul.
Se habla de ‘nichos
ecológicos’ para referirse al rol o espacio que cada organismo desempeña en el
ecosistema. Al desaparecer un grupo, otros evolucionan para ocupar ese espacio
vacío. En el caso de los grandes peces óseos filtradores del Jurásico y el
Cretácico, ese nicho fue conquistado por otros peces y mamíferos tras la
extinción”, detalla.
En las capas de sedimento más
modernas, los profesionales dieron con grupos de peces que sí pudieron
sobrevivir a la extinción y con otras formas novedosas que surgieron tras ella.
“Tras aquel suceso, empezó a configurarse una nueva diversidad, más compleja,
con ambientes y modos de vida distintos”, explica Cione.
Otro aspecto que destacan los
expertos tiene que ver con la distribución de los grupos a nivel global durante
el Cretácico y su relación con el clima. “Lo que notamos es la ausencia de
representantes que sí son típicos de otras zonas cálidas durante el mismo
período. Es decir, encontramos una repartición ecológica distinta.
Además, nos llamó
particularmente la atención que no hubiera rayas, por ejemplo, porque eran muy
abundantes en latitudes más altas. Creemos que en la Antártida ese nicho
ecológico de animal cartilaginoso que vive y se alimenta de otros animales en
el fondo marino fue ocupado por los holocéfalos –vulgarmente conocidos como
peces elefante o gallo-, de los que pudimos colectar muchos ejemplares”,
concluye Cione. (Fuente: CONICET/DICYT)